Al fin, el pobre Juanito Valderrama tuvo que emigrar porque no tenía más remedio. Como tantos y tantos españoles -gallegos, asturianos, vascos, madrileños, andaluces, extremeños…- emigrantes por dentro y por fuera; a Europa o a América, al norte con los vascos o con los catalanes. Eran otras épocas, claro; principios del siglo XX, antes de la primera gran guerra, en los años 30; en los 40, antes de la segunda y en los 50, los 60 y los 70. Emigrar era la salida, por trabajo y hasta por exilio; por cansancio o aburrimiento, por rebeldía y por bronca. Este pueblo español errante fue multitud, y en otras tierras o en otros cielos, dejaron girones de vida, llantos, añoranzas, viejas fotos, amores…, y miles de horas bajo el sol, luchando por la supervivencia.
Pero claro, de esto hace mucho. Recuerdo que cuando pisamos por primera vez suelo español, en Barajas, mandaba Felipe González, el carismático y afable líder psocialista. En Barajas, a mí y a mi compañero, nos apartaron de la fila a un costado, porque no traíamos papeles, billete de vuelta, dinero para la estancia, ni reserva de hotel, pero sí una guitarra. Y Felipe entonces decía: “Los queridos hermanos hispanoamericanos, a los que estamos unidos indisolublemente por…, bla, bla, bla”. Al fin en una salita con decenas de otros humanos apartados, incluidos bebés, a punto de ser devueltos a nuestro país de origen, nos condujeron, a mi amigo y a mí, a otra salita pequeña donde nos interrogó la policía competente. Yo dije que nos habían contratado -lo que era verdad- para formar un grupo musical con gente de aquí, aunque no teníamos ningún papel para demostrarlo. Se me dio por nombrar a uno de los que puso el dinero para enviarnos los billetes a Buenos Aires, que casualmente era un político o ex cargo, socialista de Don Benito; y ahí la cosa cambió. Nos abrieron las puertas a España de par en par y dijo uno, “ála, que ancha es Castilla”.
Dicen que los mexicanos vienen de los Aztecas y los Mayas, que los peruanos vienen de los Incas, que los paraguayos vienen de los Guaraníes y que los argentinos -más aún los de Buenos Aires- venimos de los barcos. En mi caso, mi abuelita Bibiana Alba (con 15 añitos, la pequeña), llegó allí reclamada por sus hermanos, que en aquel sur estaban a principios del siglo XX, desde Asturias (Pola de Allande); y allí, en Buenos Aires, conoció a mi abuelo, Ramón Lamas, gallego, de Lugo. Ella fue cogida como empleada doméstica en una casa de familia adinerada, tanto que hasta tenían chófer (mi abuelo Ramón). Ahí se enamoraron. Él, al fin, murió joven, y la pequeña asturiana, toda fuerza, alegría y sentimiento, tuvo que criar a tres magníficos varones adolescentes ella solita; el menor fue llamado Humberto, mi padre.
Mi otra abuelita, Carolina Tymczyszyn (ni una vocal, oiga) y mi abuelo Esteban Greszczuk (sólo dos), se casaron en su pueblo natal, Tarnópol -cuando Tarnópol era parte de Polonia, luego llegaron los rusos-soviéticos y, ya se sabe, movieron las cosas como les convenía, de resultas que hoy Tarnópol, es parte de Ucrania. Por ahora…-. Allí tuvieron una hija, Elena (mi madre), y con ella recién nacida marcharon a Buenos Aires, aunque su plan inicial era irse al Brasil, allí por 1928, entre guerras. No sé cómo explicarle, jefe, Doctora, lo que trabajaron todos estos, en mil ámbitos y terrenos, para enriquecer la tierra que les dio cobijo y encontrar su lugar en el mundo, más allá de penas, nostalgias, necesidades y alguna alegría, de esas chiquitas, cotidianas, junto a amigos e hijos. Ni a Esteban, Carolina, ni a Bibiana o Ramón, cuando llegaron de emigrantes a ‘aquella ciudad junto al río inmóvil’ (que dijo Mallea), les pidieron papel alguno; más bien al contrario, se los dieron.
Yo, por mi parte, estoy donde quiero, donde mis hijos, y en el lugar en que me han acogido con amistad y cariño; lugar donde pude hacer unas cuantas cosas, que me han dado satisfacciones y alegrías. Aunque, podría haberme quedado en Barajas, calladito, sin hacer nada. Pregúntense, entonces, qué coño estarían leyendo ustedes ahora, si así hubiera sido.
El tema de los emigrantes africanos -esos que vienen en pateras asesinas- nunca se ha abordado con firmeza y determinación, por los poderes supranacionales de los países del llamado ‘primer mundo’ (llamado así, quizás, por lo de que los ladrones van en frac y algunos -demasiados- en coche oficial). Muchos de estos desesperados emigrantes mueren en el intento, por el camino, gracias al negocio de las mafias, y los que sobreviven, bueno, se buscan aquí la vida. Hay que acabar con esta esclavitud homicida; y a los que habría que pedirles un esfuerzo mayor es a esa lista de países que explotaron África de las maneras más crueles y sangrientas. Si quieren les haga la lista: inglaterra, francia, holanda (así, todos con minúscula), y siguen las firmas… Pero ni la Unión Europea ni la ONU parecen servir para esto ni para otras tantas e importantes cuestiones. Ni siquiera el pensar en la bajísima natalidad o en la falta de mano de obra en Europa, parecen funcionar como razones fundamentales para volcarse con el asunto; ni vocablos como colaboración, refugio, solidaridad se utilizan como esenciales en la cuestión, puf… Tal vez todos estemos un poco perdidos…, todos.
Carolina, Esteban y Elena
Otro día seguimos con el tema.
Buenas tardes.
Carlos Lamas.
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