En las doctrinas espiritistas se describe como algunos muertos siguen enviando mensajes a los vivos para transmitirles las pautas a seguir de todo aquello que ellos no pudieron hacer en vida. De ser cierto, no sería de extrañar que esta actividad se produjera también en el ámbito literario.

Dante, el primer interlocutor al que me voy a reemitir, es un personaje donde no hay un ápice de oscuridad y cuya obra La Divina Comedia (se desconoce la fecha exacta en que fue redactada aunque las opiniones más reconocidas aseguran que el Infierno pudo ser compuesto entre 1304 y 1308, el Purgatorio de 1307 a 1314 y, por último, el Paraíso de 1313 a 1321, fecha del fallecimiento del poeta) se rumoreaba, según el crítico B. de Boismont, le fue inspirada en un sueño.

En la última etapa de su vida Dante solía tener hábitos fijos. Era habitual en él que, una vez había escrito seis u ocho cantos de su obra, los enviara sin demora a Cangrande della Scala, jefe gibelino de Verona, mecenas y protector de literatos, para que fuera el primero en leerlos y dar su aprobación. Luego escribía varias copias más para quien quisiera leerlas y dar su beneplácito. De esta singular manera envió todos sus cantos menos los trece últimos y, sin dar noticia a nadie de que los había escrito, murió en la ciudad de Revena un 14 de septiembre de 1321 rodeado de sus hijos tras varios días de delirio provocado por unas intensas fiebres.

Durante meses, hijos y discípulos estuvieron buscando esos cantos que faltaban en la obra sin resultado alguno. Sus amigos se lamentaban de que Dios no le hubiera dado vida suficiente para poder concluir su Divina Comedia. Y como no pudieron encontrarlos por ninguna parte dejaron de buscarlos un tanto desesperados. Y aquí es donde ocurre lo sobrenatural.

Hace siglos surgió una leyenda que aseguraba que tras la muerte del poeta esos manuscritos fueron encontrados por su hijo menor Jacobo Alighieri a raíz de un sueño: en el mismo creyó ver al espíritu resplandeciente de su padre quien le comunicaba su existencia y el escondrijo de su habitación donde los había depositado.

Pero… ¿Tiene alguna credibilidad esta leyenda que se ha repetido con cierta frecuencia?

Para conocer la realidad de los hechos tenemos que irnos a su contemporáneo Giovanni Boccaccio y lo que sobre este asunto cuenta en su obra Trattatello in laude di Dante (1351), traducida al castellano como Vida de Dante. Boccaccio era un hombre de su tiempo, muy apegado a lo placentero y poco dado a comentarios sobrenaturales, de ahí la importancia de su testimonio por dos motivos: por ser contemporáneo de su amigo Dante y, por lo tanto, transcribe los hechos con muy pocos años de diferencia desde que ocurrieron y porque no es sospechoso de fantasía en sus relatos sino todo lo contrario.

Al parecer, siguiendo el argumento que nos propone Boccaccio, Dante Alighieri no tuvo intención de publicar esos trece cantos debido a su contenido, pero desde el más allá no quería que esos cantos finales correspondientes al Paraíso, y que tanto esfuerzo le había costado escribir, se pudrieran de mala manera en su escondite secreto y viendo lo ineficaces que eran sus hijos para encontrar nada, decide aparecérsele a uno de ellos, Jacobo, en un sueño en forma de espectro resplandeciente que le dejaría marcado para el resto de su vida.

Boccaccio continúa su relato diciendo que Jacobo se fue a ver a Piero Giardino, un famoso notario de Ravena, para contarle lo sucedido e ir juntos a buscar el lugar que le había indicado el espectro de su padre y encontrar en él los cantos perdidos.

Sin este providencial hallazgo hoy estaríamos leyendo La Divina Comedia con una inefable falta de nada menos que trece cantos, impuesta por el destino.

Zorrilla, es el otro personaje al que me referiré ahora. Pocas personas saben que el autor de Don Juan Tenorio (1844) tuvo  varias  experiencias  de visión de fantasmas en su niñez.

Experiencias que le sirvieron para sustentar y ambientar alguno de sus numerosos relatos sobrenaturales.

El hecho es que Zorrilla, una brumosa y húmeda mañana de invierno, estaba sentado en el rodapié de un balcón, asido a dos hierros de la baranda, mientras sus pies colgaban sobre la calle cuando de repente oyó el trote de un caballo. Entonces vio avanzar un «jinete tan gallardo como colosal, que con la cabeza llegaba al rodapié de los balcones de mi casa». La figura que creyó ver era el mismo diablo del altar de su parroquia a lomos del corcel blanco de San Martín. Al pasar bajo su balconada, la imagen del demonio le saludó con la mano, «enviándome desde su blanco caballo una mirada luminosa de sus ojos de mucho blanco, una sonrisa fascinadora de su boca».

Cuando desapareció por la esquina de San Pablo, «corrí yo muy contento a decir a mi madre que acaba de ver pasar al diablo de San Miguel en el caballo de San Martín».

Por supuesto, no le creyó. No obstante él se preguntó: «¿Le vi yo, o no le vi real y positivamente? Si le vi, ¿cómo pudo efectuarse tan absurda escapada de la imaginería de los altares? Si no le vi, ¿ cómo pudo ser tan de bulto aquella visión para conservarla yo como recuerdo de cosa positivamente vista? ¿Es que los niños están más cerca, por no estar aún en sus almas bien desprendidas, del mundo de los espíritus de donde vienen …. o es que esta alucinación era la primera que en mi engendraba el espíritu visionario de mi fantástica poesía? Y no puedo jurar hoy que lo vi; pero es imposible que viera tal imposible. ¿Quién me explica, pues, este fenómeno?»

Y no fue el único que permaneció sin explicación. En otra ocasión, en una habitación de la casa que la familia Zorrilla usaba para guardar muebles viejos, se le apareció a su hijo José, como en forma de espectro, su abuela materna, llamada Jerónima, vestida con una ancha falda verde y con puños de encaje.

Sin embargo, su abuela no estaba muerta sino que vivía por entonces en Burgos. A esta mujer jamás la había visto el niño ni en persona, ni en retrato, y tampoco llegaría a conocerla nunca. Pasaron los años y en 1833 salió del madrileño Seminario de Nobles para irse a Torquemada a vivir con su padre y en la casa había un cuadro con una señora dibujada, a la que José identificó como su abuela. La reconoció gracias a aquella aparición que tuvo diez años atrás.

Asombroso –pensarán– aunque Zorrilla tuvo más experiencias relacionadas con los muertos y los fantasmas. Un día fue a visitar a un amigo a quien imaginaba sano y alegre, mas lo encontró recorriendo su casa muerto y amortajado.

Sea como fuere, el mismo Zorrilla piensa que todas estas visiones, reales o imaginarias, son el origen real de su poesía: «La alucinación y la persuasión influyeron indisputablemente en el carácter fantástico de mis obras». Y concluye tajantemente diciendo: «Yo tengo en la mía muchas historias de alucinaciones, y muchos tropiezos con muertos y aparecidos «.

Y hay muchas más historias que algún día les contaré…

Un poeta francés llamado Paul Valéry dijo que «Los libros tienen los mismos enemigos que el hombre: el fuego, la humedad, los bichos, el tiempo y su propio contenido». Y con frecuencia su contenido es más asombroso de lo que imaginamos.

DE PEDRO M. FERNÁNDEZ

Sin comentario

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *